“Acción y culto” fue una muestra individual que Deborah Castillo presentó en Caracas en 2013. Al entrar a la exposición, el espectador atravesaba hileras de machetes incrustados en las paredes para acceder a un conjunto de obras (video performances, instalaciones, fotografías), que conformaban un inventario de la simbología militar y el performance populista: bustos de Simón Bolívar, botas militares, entonaciones del himno nacional. En muchas de estas piezas, el cuerpo de la artista interviene desafiando la sacralidad de figuras que componen el imaginario bolivariano y chavista besándolas, lamiéndolas, destruyéndolas. Se trata de una propuesta que, mientras para algunos confirmó el dominio y el acierto de la artista en el uso de las técnicas visuales para hacer una crítica de la historia del país (López 2013, González 2013, Straka 2013), para otros –por ejemplo, para sectores del chavismo–, fue una exposición escandalosa, indignante, que profanó la figura del padre de la patria, Simón Bolívar.
En el programa Cayendo y corriendo, de uno de los tantos canales del Estado, se proyectaron dos de los videos de la exposición. Allí, su conductor, Miguel Pérez Pirela –conocido periodista chavista–, reacciona ante las imágenes. Su lectura es de una literalidad desconcertante pero también esencial, como mostraré más adelante, para entender el efecto de la propuesta de Castillo. Pérez Pirela afirma, visiblemente afectado:
En la sala, se transmite una y otra vez un video en el que la misma artista Deborah Castillo le pasa la lengua a una estatua de Bolívar una y otra vez. Pero, por si eso fuera poco, en otro video aparece un hombre con un cincel rompiendo el rostro de Bolívar. El relato de los hechos fue enviado este mismo jueves santo por Romer Machado. Este nos escribe que la exposición es una organización organizada [sic] –valga la redundancia– por la oposición venezolana y nos dijo que considera repudiable la acción.
En El beso emancipador, como se llama el primer video de la exposición, que menciona Pérez Pirela, la artista besa una y otra vez un busto de Simón Bolívar de color dorado, en un loop que dura tres minutos –aunque en el programa de Pirela aparece como una imagen congelada–. Esta acción es descrita por el periodista como una repetición que le resulta excesiva. Llama la atención que, para el periodista, el performance, compuesto de muchos elementos, se trate ante todo de un acto repetitivo y que la ofensa se centre, según sus palabras, en la reiteración. Luego de ver detenidamente los videos, he concluido que la repetición aquí se encuentra en dos niveles –y quizás por esto resultan excesivos para el periodista–: el obvio responde a la técnica del loop, muy común, como se sabe, en este tipo de formatos; el segundo, que vendría a proponer el mensaje más específico de la propuesta, se basa en la acción repetida del beso. Este tipo de repetición puede observarse en varias obras de la muestra de Castillo.
Mostraré en este artículo que este “exceso” es un efecto muy bien logrado de la artista como crítica al régimen actual venezolano. Un régimen que domina todas las esferas de la vida: sus imágenes se repiten infinitamente en todas las calles, murales, pantallas de televisión del país, y forman parte de nuestras acciones más cotidianas y habituales. Castillo pone en práctica, entonces, estas acciones repetidas con el propósito de hacer visibles algunas manifestaciones sociales –que, a través de la conceptualización de algunos teóricos– definiré aquí como habitus o hábitos.
El habitus es entendido por Pierre Bordieu (1997) como una serie de estructuras incorporadas, cotidianas, repetitivas, a través de las cuales el Estado ejerce su control sobre las personas, e incluso, sobre las prácticas más ordinarias, pasando desapercibido. Pienso que el efecto de la repetición en la obra de Castillo es una efectiva crítica al chavismo en tanto muestra cómo las prácticas reiterativas se traducen en mecanismos de control invisibilizados por su banalidad. La pregunta clave es si Castillo, además de exponer estas prácticas por medio del shock que provoca su trabajo, consigue trascender los hábitos impuestos por el Estado que ella devela. Sobre esta capacidad de agencia, Judith Butler (1990) nos recuerda que es importante preguntarse si el performance puede lograr una reconfiguración –en su caso, del género– cuando consiste en ritos que refuerzan el poder y que se naturalizan. Precisamente, para Butler, es en la repetición de estos rituales en donde se puede pensar en una fuga: “ una repetición de la ley que lleva no a su consolidación, sino a su desplazamiento” (30).
Castillo logra proponer un nuevo discurso por medio de la fuga y la fragilidad de los habitus. Los habitus se inscriben más allá de los relatos hegemónicos y logran producir algo que se escapa, que va más allá de ellos. Al considerar estas propuestas como manifestaciones de habitus, y no, como correlatos del discurso, de la ideología, o del relato chavista, se puede concluir que Castillo logra evidenciar la fragilidad del chavismo como movimiento ideológico que convence a las personas a actuar de determinada manera (y en este sentido, atiende a una lectura poshegemónica de la situación actual, como mostraré más adelante). Fuera de su contexto de control social, la artista demuestra que las mismas facultades usadas por el Estado para ejercer control (el cuerpo que practica el culto, el cuerpo que entona el himno, el cuerpo que reproduce estos hábitos una y otra vez) pueden aportar nuevos significados que se rebelan ante el poder. En este sentido, me enfoco en el cuerpo en su dimensión íntima, en su relación con prácticas cotidianas y no como fuerza de trabajo. En otras palabras, quizás ese “una y otra vez” excesivo, que percibe Pérez Pirela, no sea más que el vértigo que le produce ver las prácticas chavistas reducidas a su realidad concreta, vaciadas de su contexto político.
Para este artículo, me enfocaré en el video performance El beso emancipador (2013) y luego haré referencia a otras piezas de la muestra que considero fundamentales para entender cómo la artista desafía al poder por medio de prácticas banales, cotidianas, que también implican el uso de símbolos y mitologías nacionales retomadas por el chavismo.
El beso emancipador
En El beso emancipador, [se] inicia un sensual cruce de categorías.
En la pantalla, vemos los labios y la lengua del [sic] artista que se
posan y abrasan el dorado busto de Bolívar diseñado por ella, en un
rito ancestral y vehemente a la vez.
Lorena González, “Deborah Castillo o las variables
críticas de una pasión actual”
Cuando Deborah Castillo llega arrobada ante la efigie del Padre
de la Patria, entorna los ojos posesa de su veneración, va
volviendo sus gestos como los de Santa Teresa en éxtasis,
se acerca poco a poco, con timidez al principio, con más
seguridad después, y por fin comienza a besarlo una, dos,
tres, diez veces, en cada embestida más resuelta, más intensa, más
excitada, hasta que no puede más, ya es una
ráfaga, una estampida, saca la lengua y empieza a
lamerlo, lo recorre, llega a su propio éxtasis; está
demostrando su amor o, en todo caso, representando el
amor que dice profesar toda una sociedad.
Tomás Straka, “Lamiendo al Libertador”
Un busto dorado de Bolívar en fondo negro, visto de perfil, permanece solitario los primeros quince segundos del video. Del otro extremo entra en escena la artista, cuyo rostro se acerca al busto en cámara lenta. Esta inicia un beso tímidamente, a través del contacto de los labios cerca de la barbilla del busto, apenas debajo del labio inferior, al que le siguen pequeños acercamientos: labios, nariz, barbilla, surco, comisuras, mejillas; y movimientos en círculos, de abajo a arriba y a la inversa. El rostro se aleja sin abrir los ojos, como en un acto instintivo. El espectador podría detenerse en el color dorado del busto: poder y abundancia, vulgaridad y exceso, así como lo es el culto bolivariano en la escuela, en las paredes de las instituciones y los consulados, en las carreteras, en el nuevo nombre del país. Pero el beso es lo que destaca: la lengua que recorre el perfil del busto y marca con fluidos, con saliva, el rostro de Bolívar, ese mismo rostro que posa en las entradas de los aeropuertos, en las autopistas, en las vallas, en los muros de los barrios.
En una primera lectura, es obvio que la artista está apuntando al culto exacerbado de la figura de Bolívar que realiza el chavismo. Simón Bolívar (1783-1830), militar y político que tuvo un rol protagónico en la liberación de Venezuela y otros países de Latinoamérica de la colonización española, ha sido figura fundamental en la narrativa nacionalista del país, lo cual fue retomado por Hugo Chávez de manera espectacular. Para Richard Gott, el culto de Chávez a Bolívar puede ser comparado con el de Fidel Castro a José Martí, ambos equivalentes a la lucha antiimperialista contra de España y más tarde contra los Estados Unidos. Para David Smilde (2011), es a través de este culto como mejor se puede entender por qué el chavismo ha sido también interpretado como una versión de izquierda de la tradición romántica encarnada en Simón Bolívar: “Las ideas románticas provenientes del siglo XVIII sobre la fusión del individuo y los intereses colectivos en una voluntad general emergente y democrática influenciaron el pensamiento político de Bolívar y también las reflexiones subsiguientes sobre socialismo de Karl Marx” (11). De esta manera, mucha de la ideología chavista y de su agenda política nacional e internacional se sustentan efectivamente en esta retórica bolivariana.
Así, un rápido vistazo a la reciente historia del país da cuenta de la importancia de esta figura –además de su ideario– en la política venezolana: existen una serie de instituciones, proyectos, instancias que llevan su nombre. Su presencia domina tanto los actos oficiales –fechas patrias, discursos presidenciales, cadenas nacionales con enormes retratos– como los escenarios más informales –su rostro enmarcado en los hogares, en los grafitis y en los murales que hacen honor al chavismo–. El fundador de la Revolución Bolivariana, como se le conoce a Hugo Chávez, se valió de una constante equivalencia entre el triunfo de la independencia del país, liderada por Simón Bolívar, y el triunfo del chavismo en Venezuela, liderado por él mismo. Esta operación facilita además una instantánea conexión entre Chávez y los venezolanos, pues de la misma manera en que la figura de Simón Bolívar ha sido representada como la encarnación “suprema” del pueblo –como lo plantea Rafael Sánchez–, uno de los más conocidos eslóganes usados por el chavismo ha sido “Chávez es el pueblo”. Cabría preguntarse respecto a esta cadena de equivalencias, ¿a quién besa, entonces, Deborah Castillo?
En el conocido y varias veces reinterpretado mito de pigmalión, el rey de Chipre se enamora de una estatua que ha creado. Un día, le parece que su creación está viva. Incrédulo, la besa y la toca hasta estar convencido de que su petición a los dioses ha sido escuchada, y la virgen-estatua que tanto ama, ahora humana, lo ve por fin a los ojos. Aunque en Ovidio las primeras señales de vida de la estatua se manifiestan a través de la tibieza y el color de la piel, hay un momento significativo en el relato en el que se describe la aparición de una luz a través de la cual los amantes se reconocen, se ven. Curiosamente, en el performance de Castillo, la artista no solo retrocede con los ojos cerrados, sino que el lento tempo de la acción nos permite observar en detalle los ojos del busto, que no son más que dos opacidades de un color dorado sin vida.
En Sísifo, otra de las piezas de la exposición, justamente la segunda señalada por el periodista chavista, un busto de Bolívar es destruido con un cincel, con lo cual es evidente que allí ocurre el proceso inverso, que el busto, que acaso recrea la vivacidad del rostro, es cincelado hasta perder cualquier parecido con la humanidad. Como en el mito griego de Sísifo, el loop de unos tres minutos repite una y otra vez el “proceso de la piedra”. En el performance de Castillo, uno de los últimos vestigios de ese rostro de Bolívar, un poco antes de que quede completamente destruido, es uno de sus ojos.
De entre todo el inventario de héroes chavistas en los grafitis, las vallas y la propaganda del país, destaca el famoso logo de los ojos de Chávez utilizado en una de las campañas chavistas, repetidos hasta el cansancio. Un logo que, para Rafael Sánchez, tenía la intención de recordarnos que Chávez no está muerto. Y, sin embargo, según el autor ha tenido el efecto contrario:
Los ojos de Chávez solamente imitan a los vivos, dejando claro que ya no son de este mundo. El aspecto fantasmal de los ojos es enfatizado en el hecho de que siempre son representados de forma monocromática, en blanco y negro o en un rojo homogéneo, de modo que pierden toda semblanza de vida […] reduciéndose así a su boceto desnudo. (330).
Para Sánchez, los ojos de Chávez ponen de manifiesto la fantasmalidad de la soberanía (Derrida) que, acompañada de la imagen también infinitamente repetida de Bolívar, circunda la precaria vida del venezolano. Aunque sepamos que el culto ha marcado la historia del país, y que hoy atraviesa la vida entera más allá de los protocolos oficiales, el exceso transita por el mismo curso de los días como si no estorbara. Pero el beso de Castillo, por el contrario, inquieta, sobresalta. La provocación aquí va más allá del escarnio, del sacrilegio a la figura patria. El hábito se ha inscrito fuera de su cotidianidad, en el extrañamiento de la obra de arte, y ya no es más invisible.
El cruce por los aeropuertos, por los centros de votación, por el lento devenir de los horarios laborales, es aquello que en su “filosofía de la acción” Bourdieu identifica como estructuras incorporadas y que define como habitus, con el propósito de develar los mecanismos a través de los cuales el poder controla las acciones de las personas en su beneficio. Bourdieu fue más allá del materialismo histórico al enfatizar la existencia de los factores cognitivos no solo como “residuos” (ver Althusser) del sujeto material. Su concepto encuentra un denominador común en propuestas tan importantes como la virtualidad deleuziana o las micropolíticas de Foucault (así lo sugiere Jon Beasley-Murray [2010] , y a partir de esto podrían hacerse otras conexiones, por ejemplo, entre el habitus y la biopolítica, por mencionar otra propuesta fundamental). Sobre el habitus como prácticas de control unificadoras del Estado, Bourdieu ha afirmado que
A través del marco que impone a las prácticas, el Estado instaura e inculca unas formas y unas categorías de percepción y de pensamiento comunes, unos marcos sociales de la percepción, del entendimiento o de la memoria, unas estructuras mentales, unas formas estatales de clasificación. Con lo cual crea las condiciones de una especie de orquestación inmediata de los habitus que es en sí misma el fundamento de una especie de consenso sobre este conjunto de evidencias compartidas que son constitutivas del sentido común (117).
Jon Beasley-Murray retoma la noción bourdiana y la estudia en el contexto actual que define como poshegemónico. El autor considera que a través del habitus se puede evidenciar una potencia inmanente de los cuerpos, como también han sugerido autores como Hardt y Negri (2001, 2004). Asimismo, enfatiza que no solo el habitus devela los mecanismos del control estatal sino que a través de este es también posible “la constitución de lo nuevo” (202). Es decir, para el autor, es posible rebelarse ante el poder a través de la misma mecánica –la acción del cuerpo– con la que este ejercita sus mecanismos de control. Al ser prácticas colectivas que responden a normas institucionales, bien podría decirse que “nuestros hábitos no son nuestros” (191): “nuestros cuerpos se acostumbran a esperar en largas colas, a atravesar detectores de metal, escáneres de iris y cacheos de seguridad” (168). Ni siquiera con el esfuerzo del cuerpo nos apropiamos del todo de nuestros hábitos, mucho menos los escogemos.
Efectivamente, la crisis económica y social que se vive de manera general en Venezuela ha forzado a muchos ciudadanos a adoptar y a producir nuevos hábitos para sobrevivir que, a la distancia, son increíbles de soportar: largas filas para adquirir productos de consumo básicos; el toque de queda establecido por los propios ciudadanos en horas nocturnas para esquivar la delincuencia, etc. Los hábitos no son solo aquello que nos hace ciudadanos, son también evidencia de los mecanismos de control y hasta de los crímenes de Estado.
Tomar estas prácticas, vaciarlas y presentarlas, en un sentido encarnado, para así revelarlas puede poner de manifiesto un mensaje que, en otros contextos, parece más difícil de transmitirse: se trata del shock como le llama Beasley-Murray de formas artísticas como las que produjo la vanguardia. Hoy en día, de cara a un gobierno que se ha definido como de radicalidad ideológica, Deborah Castillo explora, a través de su cuerpo, mecanismos que parecen instintivos e involuntarios, y se inscribe en una crítica a la hegemonía chavista que va más allá de la mera reproducción del discurso bolivariano. De este modo, la artista pone en evidencia una fuga a la supremacía estatal que se encuentra en su propio dominio: a través de la mecánica del cuerpo, que posibilita las propias prácticas cotidianas de control estatal, también se puede ejercer la resistencia.
Castillo ha descolocado un objeto sagrado y lo ha intervenido por medio de una manera que, para algunos, ha resultado incómoda y hasta repudiable. Su acción nos recuerda la presencia de una figura, la de Simón Bolívar, que, aunque omnipresente, pasa desapercibida en las prácticas diarias de los venezolanos. Al besarla, coloca el cuerpo en la ecuación. Es decir, Castillo no solo apunta al culto bolivariano; la intervención de su cuerpo en la obra habla también del cuerpo intervenido y controlado por el Estado y sus héroes. Y, sin embargo, del cuerpo siempre se escapa algo que no obedece al control absoluto. Es decir, el cuerpo le sirve al Estado pero también, a manifestaciones que como la de Castillo se rebelan ante este.
Conclusión
En otro video-performance que formó parte de la muestra “Acción y culto”, un hombre entona el himno nacional venezolano en otro idioma. El shock nos hace caer en cuenta de la existencia de una lírica de la que difícilmente estamos conscientes, aunque la manifestemos con frecuencia, aunque salga de los labios de los futbolistas en el travelling de la cámara, aunque se entone en todos las ceremonias de todos los colegios. Como práctica banal, es quizás una de las demostraciones más evidentes del control estatal que más ha resistido el paso del tiempo, y en Venezuela, sus frases se han adoptado, sacado de contexto y usado por doquier. La frase “Somos el Bravo Pueblo” –una de las frases más repetidas en la lírica del himno nacional venezolano– aparece en los ríos de las marchas políticas, en los nombres de los partidos, en los hashtags de las campañas, en los eslóganes, y luego desemboca en las prácticas más habituales, más inmediatas: en las conversaciones, los tweets, los gritos desde los balcones cuando el mensaje del presidente interrumpe la telenovela de las nueve.
De este video surge también una interpretación muy evidente que apunta a la dependencia comercial cada vez más fuerte entre Venezuela y China. Sin embargo, más allá de esta relación, me interesa un significado subyacente, que se relaciona orgánicamente con la intervención de los cuerpos como manera de apuntar al control vital, diario, de la soberanía estatal. Billig (1995) ha propuesto que las prácticas nacionalistas –como la entonación del himno– son reproducidas “en una forma banalmente mundana, pues el mundo de las naciones es el mundo cotidiano, el terreno familiar de tiempos contemporáneos” (6). El nacionalismo, desde esta perspectiva, está “lejos de ser un estado de ánimo intermitente en naciones establecidas” (6). Deborah Castillo parte de la manifestación de un performance nacionalista muy evidente, pero a través de su extrañamiento hace pensar en la reproducción de una retórica similar que va más allá del protocolo propio de los actos nacionales. No se trata de reconocer el nacionalismo del himno nacional, que es evidente, se trata de recordarnos el triunfo diario del dominio del Estado, sean cuales sean los vínculos que este tenga –con China, con Rusia, con un romanticismo decimonónico–.
Como parte de la muestra, Castillo presentó el video de un performance realizado en 2012, en el que la artista lame la bota militar repetidamente. La imagen –en la que Castillo está hincada, con los brazos cruzados en la espalda– fue reproducida como esténcil en protestas callejeras venezolanas (Castillo, Ordosgoitti y Tiniacos 2014). En otra de las piezas, una hilera de 180 suelas de botas militares pintadas de esmalte dorado forman una columna que la artista tituló como Lingotes. De nuevo, el dorado sugiere el enriquecimiento del Estado en oposición a la precariedad del venezolano común, y esta vez multiplicado 180 veces, en la forma de uno de los símbolos más claros de la ideología militar característica del chavismo.
Esta posibilidad de tomar elementos del imaginario del poder, que son impuestos y luego naturalizados en la vida diaria, y llevarlos a un contexto radicalmente distinto, a favor de una crítica a este mismo sometimiento, hace evidente una particular fragilidad del Estado. Es esto a lo que se refiere Beasley-Murray en relación con la potencia creadora del habitus. Algo similar también han sugerido autores como Hardt y Negri respecto a los hábitos, en una posible relación con la conceptualización de Bourdieu:
Los hábitos son una práctica viva, un sitio de creación e innovación. Si entendemos los hábitos desde una postura individual, nuestro poder para cambiar las cosas puede parecer pequeño, pero como hemos dicho los hábitos no se forman ni se realizan individualmente. En cambio, entendidos desde una postura social, de comunicación social y colaboración, tenemos en común un enorme poder para innovar (…). Los hábitos no son realmente obstáculos para la creación, sino que, al contrario, son la base común sobre la cual toda creación toma lugar. Los hábitos forman una naturaleza que es al mismo tiempo producida y productiva, creada y creativa—una ontología de práctica social en común. (Multitude… 198).
Hardt y Negri se valen de varios ejemplos para mostrar la importante tradición del concepto de habitus como contrapunto a la subjetividad, resaltando la importancia de los cuerpos (también sugieren, por ejemplo, que lo que separa a la filosofía moderna de la tradicional es la pregunta de dónde “hallar” la subjetividad). Pienso que ante la actual exacerbación ideológica de algunos gobiernos esto tiene vigencia, o así lo ha mostrado Deborah Castillo con su propuesta. Su obra va más allá del entorno político venezolano dominado por la ideología chavista –aunque con esto no pretendo decir que esté fuera de lo político–. Su trabajo desafía los esquemas de control estatal a través de los hábitos que son finalmente estructuras socialmente compartidas. Asimismo, Castillo devela las formas de estos hábitos a través del extrañamiento. Propone la autonomía del cuerpo en la ejecución de los hábitos y, por lo tanto, reivindica la capacidad de liberarse del control del Estado. Mientras que la alegoría nacional borra los cuerpos –la identidad de los cuerpos–, mientras que la soberanía nacional los unifica como parte de su régimen de control, el cuerpo de Deborah Castillo “reafirma la existencia”, como dice Beasley-Murray, del habitus. Este hábito descarnado por la artista apunta a algo mucho mayor, este es apenas una analogía de algo más abarcador, y ya no solo del nacionalismo exacerbado de la actualidad. Se trata del crimen invisible, cotidiano, del Estado: la precariedad, que como bien ha mostrado Judith Butler (2015), es una condición per se, diferenciada, de cierto sector de la población que queda expuesta a la violencia estatal.
Es cierto que las referencias de Castillo en su obra apuntan a una larga tradición venezolana y latinoamericana que es la del culto a Bolívar. Sin embargo, tienen una pertinencia enorme en relación con un contexto, en particular, en el que no solo encontramos un nacionalismo y un bolivarianismo exacerbado, sino también, hábitos que no aseguran una vida digna. En Venezuela, en particular, detrás de las paredes con posters, grafitis, imágenes bolivarianas, hay hospitales, almacenes y farmacias vacíos. El desafío de Castillo consiste en hacer pensar que esta precariedad no se sostiene con una propuesta ideológica como la del chavismo. Castillo ha logrado mostrar aquello “difuso” de la política que nos hace obedecer a situaciones inverosímiles, y nos recuerda que debemos insistir en buscar todos los medios posibles para mostrar la naturalización de estas prácticas. Quizás la reafirmación de la existencia en propuestas artísticas como la de Castillo sigue contribuyendo a revelar que el cuerpo puede no solo ser repositorio de hábitos, sino una manera visible de despojar de su carácter mítico al poder.
Obras citadas
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