Colocado sobre una torre de ladrillos en medio de una galería iluminada a medias, un busto recibía al público que, el 22 de septiembre de 2015, asistía a RAW, la muestra individual de Deborah Castillo expuesta en Mandragoras Art Space, Queens. Aunque la identidad de la cabeza nunca fue anunciada explícitamente, no había misterio sobre lo que representaba: el ceño, la barba, las charreteras militares, le daban el aire autoritario del caudillo y traían a la memoria el poder ilimitado que ha tenido esa figura y sus muchas reiteraciones tanto en el paisaje urbano como en el político en América Latina. Sin embargo, había algo extraño en el caudillo de Castillo, algo que resalta cuando lo comparamos con los muchos bustos y estatuas de bronce o mármol colocados en plazas y edificios públicos en su honor. Junto a esos objetos conmemorativos impresionantes y aparentemente eternos, el caudillo de Castillo se veía frágil, incompleto, inquietantemente humano. Construido con arcilla sin procesar, parecía hecho de carne.
La cualidad corporal del busto también estaba presente en otras figuras de arcilla que aparecían en los videos proyectados en el espacio de la galería. En El innombrable (2015), un par de manos y antebrazos –también hechos de arcilla– acariciaban a Castillo, quien los movía lentamente sobre su rostro y por su pecho, otorgándoles un dinamismo sensual que los re-presentaba no como objetos, sino como apéndices vivientes. En Demagogo (2015), la cabeza de otra figura militar anónima, hecha de arcilla cruda, aparecía contra un fondo negro; Castillo tomaba con las manos su nariz con forma de falo, moviéndola con un gesto masturbatorio que hacía “crecer” la nariz, dejando manchas grises en sus palmas. A medida que los visitantes se movían de una pantalla a la otra, se encontraban encerrados por los casi trescientos kilos de arcilla húmeda que cubría las ventanas, evitando que la luz entrara de lleno en el espacio, y sirviendo así para crear una atmósfera sombría que evocaba simultáneamente la opresión de esos regímenes militares liderados por las figuras representadas en las esculturas, la intimidad de un encuentro sexual y el temor de hallarse cara a cara con los muertos. El clímax de la noche llega cuando Castillo, en el performance Slapping Power (2015), se detiene frente al busto del caudillo y empieza a abofetearlo, desfigurando la cabeza con cada golpe, separándola poco a poco del cuello, hasta que finalmente cede y cae al suelo.
Este performance en vivo es parte de una serie de “afrentas” que la artista ha llevado a cabo contra la figura y el cuerpo del caudillo, en un esfuerzo por cuestionar las estructuras de poder que son generadas y cimentan su autoridad en el culto febril que tal figura ha despertado históricamente en América Latina. Aunque el cuestionamiento del poder del hombre uniformado resuena con la realidad política e histórica de los países latinoamericanos y de países alrededor del mundo entero, el performance de Castillo también es una respuesta a un fenómeno que es distintivamente venezolano, y que también puede ser leído como su propio tipo de performance: el culto a Bolívar. Es Bolívar y el desfile de sus imitadores, a los que llamaré “Bolivaroides” –que han gobernado el país desde su muerte–, quienes han aparecido en la obra de la artista desde el 2011, el año en que llevó a cabo Lamezuela. Esta obra –y el trabajo de Castillo desde entonces– ha sido discutida teniendo como trasfondo la así llamada Revolución Bolivariana y la sumisión ciega que el presidente Hugo Chávez demandaba de su pueblo en vida –y que sigue demandando aún muerto–. Sin embargo, la obra de Castillo va más allá de la realidad política de la Venezuela contemporánea, pues trata el culto a Bolívar no sólo como un fenómeno chavista, sino como un performance nacional que, a lo largo de la historia, ha mantenido de rodillas al país, cargando con el peso de los sueños no cumplidos de Bolívar, siempre bajo la autoridad de su mirada espectral.
Al denominarlo “performance”, resalto tanto las acciones reiteradas que se encuentran en el centro del culto –los desfiles militares, el alzamiento de diversas “Plazas Bolívar”, la circulación de una moneda nombrada en su honor, etc.–, como el rol que el cuerpo desempeña a la hora de perpetuar el monopolio de Bolívar sobre la memoria y la identidad del país –las genuflexiones ante su imagen, el amor expresado a través de sumisión o mímesis–. Estos dos elementos –la repetición y el cuerpo– son clave en la obra de Castillo, donde son manipulados para llevar al culto a un extremo donde lo que alguna vez era familiar se torna siniestro y repulsivo, y donde se presenta una oportunidad para volver a ver las maneras en las cuales la nación se vincula con los muertos. La magnitud y complejidad del trabajo de la artista hacen imposible discutir todo ello en esta sección; así pues, en el espacio que sigue, el foco se concentrará en dos de las acciones que llevó a cabo ante la cámara, tituladas: El innombrable y Demagogo.
Estas dos obras –como todas las otras incluidas en “RAW”– lidian con la materialidad y la temporalidad de la estatua, así como el rol que ha desempeñado históricamente, no sólo reproduciendo el cuerpo de los muertos, sino también insertándolo en el dominio de lo atemporal y lo sagrado. Como señala Katherine Verdery en The Political Lives of Dead Bodies (1999):
Las estatuas son cadáveres hechos bronce o piedra. Son tanto el símbolo de una persona famosa específica como el cuerpo de dicha persona. Al detener el proceso de descomposición del cuerpo, la estatua altera la temporalidad asociada a esa persona, insertándola en el ámbito de lo atemporal o lo sagrado, como un ícono. Por esta razón, profanar una estatua es un acto que forma parte de una historia mayor de iconoclasia. Derribarla no sólo remueve dicho cuerpo del paisaje, como extirpándolo de la historia, sino que además nos indica que el poder demolerlo prueba que ningún dios lo protege (Verdery 1999, 5).
Los dos materiales mencionados por Verdery –bronce y piedra– comunican la impresión tanto de durabilidad como de la compleción que asegura que el cuerpo formado en ellas rehuirá el proceso de decadencia. La arcilla, y en particular, la arcilla cruda que no ha pasado por el fuego, no posee esas propiedades. Como revela la cabeza del hombre con la nariz fálica en Demagogo, las esculturas hechas de arcilla cruda se pueden agrietar, caerse a pedazos, y ser fácilmente manipuladas o destruidas. Así, parecieran compartir la temporalidad de la carne humana en vez de la temporalidad de los dioses, un argumento que resuena con el tema del nacimiento milagroso, recurrente a través de diversas religiones y mitologías en el mundo, el cual muestra al ser humano siendo creado a partir de la arcilla.
Castillo captura esta carnalidad no sólo a través de la maleabilidad de su escultura, sino también, del color y la textura rugosa que adquiere en obras como El innombrable. Allí, las dos manos aparecen sin pulir, presentando las líneas y los pliegues de todas las manos humanas, con un color verde azulado que recuerda la materialidad del cadáver. Castillo interviene entonces en la temporalidad de un ícono que ha sido inmortalizado a través de estatuas. Esto lo hace no removiendo sus figuras del paisaje urbano –y, como dice Verdery, “extirpándolas de la historia”– sino haciendo a su escultura interiormente mortal, a través de un cambio en su materialidad que le permite permanecer tan visible como antes y, sin embargo, accesible a otros cuerpos (igualmente) mortales, como el de la propia Castillo.
En las acciones llevadas a cabo ante la cámara, la materialidad de las esculturas de Castillo reproduce una especie de cruda carne humana, que no está ni parece estar viva; es la artista quien le proporciona, a través de su aproximación erótica con los labios, la nariz y las mano, movimientos similares a los humanos. Esta carne, entonces, a la merced del cuerpo de la artista, termina por adquirir –según propongo– una materialidad que incorpora las texturas viscosas, las superficies frágiles y la coloración cenicienta del cadáver.
En las manos de Castillo, tal materialidad se transforma en el espacio donde conceptos, temporalidades y afectos que típicamente se oponen aparecen entrelazados: vida y muerte, inmortalidad y decadencia, lo orgánico y lo inorgánico, amor y rechazo, seducción y repulsión, todos convergen para producir en la artista y en la audiencia reacciones conflictivas, que invitan a acercarse a los muertos de una manera que no sigue las dinámicas del culto. Esta aproximación es central para las dos obras de Castillo que he mencionado, así como para su obra en pleno. Sus esculturas, así como los muertos que re-presentan, no están allí como trabajos concluidos que demanden admiración o contemplación, sino como cuerpos (muertos) que halan y empujan a los cuerpos vivos en una especie de danse macabre que involucra los tres sentidos más íntimos: gusto, tacto y olfato. De tal manera, las esculturas de Castillo nos recuerdan la clase de esculturas a las que se refiere Georges Didi-Huberman en Being a Skull (2016), aquellas que no son “objetos del espacio”, sino, más bien, la transformación de “objetos en acciones sutiles sobre un sitio, en tomar o tener lugar” (énfasis en el original, Didi-Huberman 2016, 45):
En el primer caso, el objeto completado exhibe su cierre al poner énfasis en los resultados, al rechazar al agente y a la acción (el proceso que le da forma) de un único pasado, como una suerte de olvido de su propio nacimiento. En el segundo caso, la escultura tiende a permanecer abierta y en cambio pone énfasis en el entrelazamiento o falta de separación […] que mantiene entre agente, acción, y resultado. Cada una de las temporalidades específicas del trabajo persistiendo en las otras, envolviéndolas y alimentándose de ellas (Didi-Huberman 2016, 45-46).
Las esculturas de Castillo no sucumben al “olvido de su propio nacimiento”, ni son inmunes a la amenaza de su propia muerte; se encuentran en un estado de permanente inestabilidad que es reforzado tanto por los movimientos repetitivos de la artista –que animan las manos inmóviles mientras las desgastan y las acercan a su destrucción– como por la arcilla que nunca es suficientemente sólida como para proporcionar longevidad a las esculturas. Así, las esculturas ponen en escena los inicios y finales que están borrados tanto de la superficie de las estatuas como de la luminosa inmaterialidad del espectro. En consecuencia, Bolívar parece hecho de una suerte de material humano, con un potencial para decaer que interfiere con el aura mágica que lo rodea cuando cualquiera de los Bolivaroides de él son recreados en mármol –un material peculiarmente duradero– o bronce –el cual, además de ser duradero, posee también el efecto hechizante de los metales preciosos y la riqueza que prometen–.
Al transformar la estatua icónica en escultura maleable, el espectro en cuerpo y el cuerpo en cadáver, Castillo no solamente inserta el ícono en un marco temporal distinto –el marco pasajero de la arcilla cruda–, sino que también pone en escena una especie de revolución sensorial, como sugieren los títulos de estas dos obras. El innombrable ciertamente prohíbe el acto de nombrar y, con ello, el poder para invocar que trae al espectro de Bolívar al ámbito del ser –de esta manera, sabotea su capacidad para interpelarnos e inspeccionarnos, abriendo un espacio para que domine otro sentido: el tacto y, más específicamente, el tacto del cuerpo de Castillo–. Algo similar ocurre en Demagogo: al denunciar en su título la oratoria manipuladora que utilizan los líderes políticos para poner a su audiencia en un trance sumiso, la obra lleva nuestra atención lejos de la boca –y su mensaje– y hacia los movimientos de la mano que masturba y el crecimiento de la nariz alargada.
Esta perturbación en el equilibrio de los sentidos puede ser leída en el marco de una tradición cultural occidental que conceptualiza la mirada como la categoría principal “a través del cual se ha pensado que el ser moderno ha podido enmarcar el mundo y separarlo como objeto de conocimiento, entendimiento, y manipulación” (Smith 2008, 20). Tal es el argumento presentado por Mark Smith en Sensing the Past: Seeing, Hearing, Smelling, Tasting, and Touching in History (2008), donde el autor resalta las dinámicas de poder integradas al acto de ver, un acto que “opera a la distancia y que ejerce poder sobre aquel que es observado” (Smith 2008, 23), y que tiene el potencial de fijar y cosificar los objetos y los seres que existen en el campo de visión. Junto al oído –el cual, según apunta Smith, ha contribuido a ordenar, afirmar y mediar distintas formas de organización social y jerarquía (Smith 2008, 42)–, la vista ha sido asociada a menudo con orden y racionalidad, mientras que los sentidos del gusto, el tacto y el olfato han sido relegados al ámbito de lo primitivo y, si seguimos el estudio realizado por Constance Classen (2005) sobre la jerarquía europea de los sentidos, al “sensorium femenino”.
Este modo de entender los sentidos –aunque pueda inclinarse hacia un cierto marco esencializante que no comprehende los distintos papeles que el mundo sensorial juega en todos los lugares, épocas y culturas– sirve para subrayar algunas de las maneras en que los sentidos actúan en el contexto del culto a figuras tales como Bolívar (y, más recientemente, Chávez) en Venezuela. Las dinámicas de este culto han sido estudiadas a profundidad por el historiador venezolano Germán Carrera Damas, cuyo volumen El culto a Bolívar (1969) produjo cierta controversia en tiempos de su publicación, por haberse “atrevido” a proponer una aproximación crítica a Bolívar que examinaba su vida como la vida de un hombre y no la de un semidiós. Proponía que el culto a Bolívar pasó de ser un culto del pueblo y por el pueblo, a ser un culto para el pueblo –esto es, un performance puesto en escena por aquellos que detentaban el poder, a través del cual se transformaron en los únicos legatarios de la herencia de Bolívar y los responsables, por ende, de transmitir su voluntad al pueblo–. Como un performance estatal, el culto se volvió una táctica de manipulación al servicio de los intereses políticos de cada uno de los dictadores y presidentes que ha tenido el país, quienes se han presentado consistentemente como Bolivaroides que guían al pueblo hacia un futuro glorioso, donde la nación finalmente consumará el sueño de Bolívar.
El proceso de deificación del héroe ocurrió a través de la movilización de los ojos y orejas de la nación, los cuales fueron puestos al servicio de Bolívar y la lucha que había liderado por la (siempre huidiza) independencia. Como apuntan Carrera Damas (1969), Elías Pino Iturrieta (2006) y Ana Teresa Torres (2010), las palabras de Bolívar se liberaron de su marco histórico y se derramaron sobre el presente y el futuro, transformándose en una especie de patrón atemporal o de fórmula piadosa, a ser repetida descuidadamente y ad nauseam por los poderosos, quienes parecieran estar llevando a cabo un acto obligatorio de ventriloquia necromántica que brinda fundamento a su autoridad y moviliza el compromiso afectivo del pueblo con el Libertador. Citar fragmentos de los discursos de Bolívar –tanto en contexto como fuera de él, tanto correcta como incorrectamente– se volvió requisito en los discursos inaugurales, los eventos públicos, los desfiles militares y las actividades escolares. Sus palabras se tornaron un rugido providencial en Venezuela heroica (1881) de Eduardo Blanco –el relato épico de la Guerra de Independencia que nunca falta en un hogar venezolano– y se encuentran permanentemente exhibidas en placas oficiales, murales y grafitis a lo largo del país.
Con el gobierno de Chávez, escuchar y repetir el nombre de Bolívar se volvió incluso más un imperativo, gracias a la decisión del presidente de cambiar el nombre del país, de República de Venezuela, a República Bolivariana de Venezuela, así como su uso del nombre de Bolívar, en forma de adjetivo, para añadirlo a partidos políticos, grupos armados, proyectos sociales e incluso comida. Incluso llegó a invitar, en diciembre de 2001, a unos cincuenta mil de sus seguidores a la avenida Bolívar, en Caracas, para repetir el Juramento del Samán de Güere –un voto que el joven Bolívar pronunció en Roma antes de las Guerras de Independencia–.
La frecuencia con la que es pronunciado el nombre de Bolívar sólo rivaliza con la frecuencia con que es visto. Plazas, calles, avenidas, escuelas, libros de texto, estampillas, figurines, monedas y billetes: el paisaje del país se encuentra formado por su figura, a la que el pueblo también reproduce en una suerte de ensayo colectivo que empieza con la repetición de Padre de la Patria, en preescolar, y vestirse como él en Carnaval, y que termina en un acto de mímesis sensorial a través del cual el presidente mismo (Chávez) se las arregla para parecerse –y, por ende, acercarse– a él. En este sentido, la producción, reproducción y re-reproducción de Bolívar como imagen se vuelve una exigencia que, como la voz de los dioses, parece provenir tanto del pasado como desde las alturas, a la cual debe atender todo venezolano –incluida Castillo. La fuerza irrefrenable e indiscutible de esta exigencia se encuentra bien resumida en las palabras que reciben a quienes visitan el Museo Bolivariano de Caracas:
El Libertador ha mandado erigir monumentos que recuerden a las futuras generaciones los servicios de los vencedores de Ayacucho; pero en el corazón de estos está consagrado el monumento que ellos han formado al hijo de la gloria. Al guerrero generoso que nos dio patria y que de la condición de esclavos nos convirtió en soldados de la libertad y la victoria. Sobre todos estos corazones y en cada uno de ellos existe la estatua de Bolívar. Y de allí la dejaremos a los hijos de nuestros hijos. Para que su memoria tenga la duración del sol.
En esta cita, la estatua de Bolívar ocupa tanto el espacio público como el íntimo y afectivo. Se vuelve un peso –hecho de mármol o bronce– que debe ser pasado de generación en generación, cada una de ellas reclamando orgullosamente para sí el título de “hijas de Bolívar”, aceptando la deuda afectiva que viene con ello y participando en la interminable recreación que permite que su figura tenga “la duración del sol”. Este proceso de creación tiene un componente afectivo que está encapsulado en el tipo de amor filial dirigido hacia una figura paterna, un amor que es mezcla de temor, admiración y –muy importante– respeto. Este respeto es una constante en los testimonios de los artesanos, cuyos figurines y pinturas de Bolívar están exhibidos en uno de los salones del Museo Bolivariano. José Belandria, por ejemplo, dice: “Porque yo de niño fue que aprendí que después de Dios, Simón Bolívar. Yo lo hago con la fe que le pongo; no se parece mucho a los cuadros que por ahí hay en estampas pero yo le pongo mis ojitos, mi nariz, mis manos […] yo le pongo mis cosas que le hago de corazón, yo le pongo mis respeto…” Un tallador de nombre Goyito Bonilla comparte un sentimiento similar: “Cuando hago a Simón Bolívar, lo hago con amor y respeto, porque las estatuas deben ser hechas así y si es el Padre de la Patria con mayor razón, porque si un padre común merece respeto, ¿cómo no será el de una patria?”.
Al resaltar el rol que juega el respeto en la formación de la relación establecida con Bolívar, estos testimonios también llaman la atención sobre la distancia que se necesita para que tal respeto se materialice. Respeto, que, como nos dice el Online Etymology Dictionary, proviene del verbo latino respicere, el cual significa “mirar hacia, observar”, opera en el reino de la mirada; así, se apoya en el poder que la vista tiene para estabilizar y aportar límites y orden a lo que es visto. Ver algo –y verlo claramente– significa dejar la cantidad apropiada de espacio entre quien mira y lo mirado; demasiado cerca y el objeto observado se vuelve borroso, demasiado lejos y se torna indistinguible de aquello que lo rodea. Así, mirar –y, en consecuencia, respetar– significa asegurarse que el otro mirado/respetado permanezca “allá”. Por supuesto, esto no significa que, al mantener tal distancia, quien mira y lo mirado permanezcan sin ser afectados; ambos pueden ser tocados emocionalmente por el acto y, en el contexto de Bolívar, sentir algo al observar su imagen es una obligación que todos los venezolanos tienen. Aunque los artesanos cuyas palabras han sido incluidas en la exhibición del museo trabajan con sus manos y, por ende, trabajan con un sentido que opera a través de la intimidad de superficies que entran en contacto, el producto final –los figurines, las pinturas, las tallas– traen al Padre de la Patria suficientemente cerca como para que sea admirado y respetado, pero no tan cerca como para que las superficies que conforman su cuerpo/escultura puedan ser manipuladas por el tacto sensual y transformativo de los otros. Crear una imagen implica, pues, mantener una distancia respetuosa que también permita que los sonidos –en forma de palabras– viajen desde y hacia Bolívar y sus “hijos”.
Este breve viaje a través de las diferentes dinámicas que se encuentran en el centro del culto a Bolívar en Venezuela está incompleto, ciertamente. Sin embargo el propósito tras la exploración de los comportamientos que tal culto demanda de los cuerpos de la nación es traer a colación su dimensión sensorial. Después de todo, los cultos son, primero que nada, intervenciones en los sentidos: los ojos que miran de arriba a abajo, las órdenes y oraciones que abandonan la lengua para entrar al oído, los cuerpos sincronizados que se alzan, se inclinan, se arrodillan y recrean ciertas escenas. El poder se materializa en esos movimientos, en la decisión sobre quién puede mirar hacia arriba y quién puede mirar hacia abajo, quién formula el mensaje y quién lo obedece. Relatos y prácticas de la memoria también toman forma en este nivel sensorial: el pasado que retorna lo hace no sólo como remembranza, sino también como sensación corporal o interpelación de un par de ojos que requiere que el cuerpo se ponga tieso y sucumba respetuosamente a la autoridad de la figura tras ellos. Para impugnar tal poder y tales narrativas, entonces, se hace necesario intervenir –manipular, sabotear, hacer cortocircuito en– los sentidos que los preservan y que permiten su funcionamiento y transmisión. Y allí es donde entra en escena el trabajo de Castillo.
En “RAW”, la pregunta que Castillo plantea una y otra vez es: ¿qué hacemos con Bolívar (y con sus muchos representantes)? En el contexto de Venezuela, y a la luz del culto que hemos explorado, hacer esta pregunta ya es problemático. Tú no le haces cosas a Bolívar, Bolívar te hace cosas a ti: te libera, te da órdenes, te guía, te protege, te posee y te ama. Este amor es recíproco y casto; es un amor platónico que combina el respeto debido a su figura como héroe, como padre y como la figura más importante de la historia nacional, con la evocación irrefrenable de su nombre. Ante tal amor y las posibilidades que su naturaleza platónica y abstracta ofrecen a quienes detentan el poder, Castillo responde con algo que el historiador venezolano Tomás Straka, en su análisis de la obra El beso emancipador llama una representación literal de ese amor: “A Bolívar nos hemos acercado, sí, para el bien y para el mal. Hemos dicho tanto de él, hemos alegado tanto sobre él, hemos afirmado tanto que lo amamos. A Bolívar lo hemos baboseado. Deborah Castillo es la primera que nos hace de eso una representación” (6). No obstante, yo propondría que leamos el trabajo de Castillo –particularmente aquel exhibido en “RAW”– como algo que no es amor ni representación de amor.
Si bien la ternura inicial que vemos en los gestos de Castillo, en los movimientos de su cuerpo a medida que se aproxima al rostro o los miembros de arcilla, podría tomarse por amor, lo que sigue es un acto de exceso carnal que se resiste a ser nombrado, que se rehúsa a la legibilidad de emociones claramente demarcadas e identificables. Este exceso, pienso, resulta del contraste entre colores, superficies, materiales y tiempos que se encuentran en una resonancia improbable. El término resonancia posee distintos significados a través de diferentes disciplinas y contextos discursivos. Como señala Susanna Paasonen en Carnal Resonance (2011), ha sido utilizado para referirse a la riqueza o importancia, a la intensificación y prolongación del sonido, y a vibraciones simpáticas, todo lo cual es relacionado por ella con el tipo de relación que los usuarios establecen con las imágenes pornográficas en línea, y con las tecnologías de transmisión tras ellas. Pero Paasonen también resalta el lado material de la resonancia, las sensaciones viscerales y las vibraciones que son causadas por el encuentro entre cuerpos e imágenes: “El concepto también apunta hacia los elementos materiales de la pornografía—la substancia carnal del cuerpo humano, la textura de las imágenes, las pantallas, y las señales; las tecnologías de transmisión y las materialidades del hardware, los cables, y los módems” (Paasonen 2011, 17).
Este tipo de resonancia material actúa en la interacción que ocurre en los videos de Castillo, una interacción que resulta en el contacto entre colores contrastantes (las uñas rojas de Castillo contra el exterior gris de la escultura); superficies contrastantes (la piel suave de Castillo contra la arcilla agrietada); épocas discímiles (el presente de Castillo contra la escultura como representación del pasado, el video como presente y pasado a la vez), y materia contrastante (Castillo como materia orgánica/viva, la escultura como materia inorgánica/cadavérica). Cuando Castillo toca la nariz fálica, esta deja manchas; las manos esculpidas dejan una rastro en su piel suave. Estos residuos materiales que dejan trás sí la resonancia entre estos elementos contrastantes, así como la presencia de la tecnología que los proyecta y el polvo que se acumula en el suelo de la galería y la arcilla que cae de las ventanas, sirven para insertar los cuerpos que participan de los performances en una dinámica de percepción textual que, argumento, abre el camino para abordar el pasado de una manera diferente y subversiva.
Un elemento clave en este abordaje que Castillo lleva a cabo –y que propongo llamar relación sensual– es el cambio en el modo en que el pasado, re-presentado en la escultura del caudillo, es percibido. El funcionamiento de los ojos y los oídos que permitieron la comunicación entre pasado y presente es detenido. El mirar, y todo lo que implica –los ojos abiertos, la distancia, las dinámicas de poder, la organización y la racionalización– no ocurre en ninguno de los dos performances. En el caso de El innombrable, no ocurre porque los ojos de Castillo permanecen cerrados durante la acción; parece estar en un estado de placer en el que los miembros se perciben ciegamente, apoyándose en el frotamiento sensual de las superficies, que incluyen la piel de Castillo y, brevemente, el interior de su labio inferior y su fosa nasal derecha, lo cual trae a la escena (la posibilidad de) sabores y olores que intensifican aún más la intimidad entre los dos cuerpos. En el caso de Demagogo, los ojos de Castillo ni siquiera están en la toma y los de la escultura parecen estar cerrados, con párpados protuberantes y tan contrahechos como el resto de los rasgos que, al reproducir simultáneamente los componentes de la cara (ojos, nariz, boca) y los componentes del aparato reproductor masculino (el pene y los testículos), entorpecen la capacidad de los ojos (los de Castillo, los de la audiencia, los de la escultura) para ver, totalizar y organizar. Los párpados de la escultura parecen estar cerrados con el fluido pegajoso que gotea hasta la barbilla/escroto y que parece provenir tanto de su nariz/pene como de la mano húmeda de Castillo. De modo similar, la audición –y la boca parlante– ha sido excluida de la dinámica de ambos performances. Ninguno tiene sonido de ningún tipo. En ambos, las orejas parecen bloqueadas o por el cabello de Castillo o por la arcilla, y en ambos, la boca permanece silenciosa porque Castillo no la abre (El inombrable) o porque parece estar llena con los testículos que cuelgan de la nariz/pene (Demagogo).
Con el oído y la vista inhabilitados, la percepción se vuelve textural. La textura suele referir a las características táctiles de una superficie, a su apariencia. El diccionario Merriam-Webster menciona que se refiere a las “características visuales y táctiles y la apariencia de una superficie”, a una “estructura o esquema básico”, o al “patrón del sonido musical creado por el tono o por cuerdas que se tocan al mismo tiempo”. Así pues, implica más que el sentido del tacto; involucra la vista y el oído –este último no sólo en el contexto de los patrones sonoros producidos por los instrumentos musicales, sino también en esos momentos en que escuchamos el chasquido del cuero o el crujido de las papas fritas–. El origen etimológico de la palabra, sin embargo, nos indica algo mucho más sensual: la voz latina textura y el verbo textere, que significa “tejer”, y que trae a la mente el movimiento de hilos que se entrelazan, uno acariciando al otro mientras pasa primero sobre él, luego bajo él, cada uno empujando el tiempo hacia adelante, a medida que realiza el viaje que, luego, cuando esté terminado el trabajo, será llamado “hacer”.
Los movimientos de Castillo y el modo en que resuenan en la superficie de la cabeza de arcilla o las manos de arcilla, hacen eco de este tejer. A medida que se unen la carne y la arcilla, proporcionándose placer mutuamente, lo que resalta no es el producto final, sino la continuidad de la acción y la energía que la empuja y que marca las superficies de los cuerpos que toca. De hecho, terminar –en el sentido sexual y en el sentido general– no es parte de ninguno de estos performances o de las otras obras que conforman la exposición. Su título mismo, “RAW”, lo sugiere; raw, crudo, es aquello que está sin pulir, inconcluso, no procesado, y también es la fricción áspera y continua que irrita la superficie del cuerpo –ambos elementos presentes en El innombrable y en Demagogo, así como en las bofetadas propinadas a la cabeza de arcilla del caudillo y en la arcilla que se endurece y cae de las ventanas.
En el caso de El innombrable, además de la fricción de los miembros de arcilla que Castillo frota contra su cuerpo desnudo, está la promesa de continuidad que se materializa a medida que las manos descienden y la imagen se desvanece, dejando suspendida la próxima acción, más íntima, pero aún así palpable e imaginable para la audiencia. En Demagogo, el frotamiento de la nariz/pene no termina con la escultura, sino que la mantiene andando, haciéndola crecer y, cuando ya no puede crecer más, la deja colgando, con una grieta en medio, lo que obliga a la audiencia a quedar en suspenso mientras esperan que finalmente se desprenda y caiga –lo cual nunca sucede.
La energía que impulsa estos performances no es el mismo tipo de energía que proporciona a Bolívar su existencia espectral; no hay trascendencia, ni luminosidad, ni espectáculos hipnóticos, ni posesión espiritual de un cuerpo que permitiría que el poder continuara. En cambio, la energía es física. Salta de cuerpo en cuerpo, de materia en materia dejando marcas y protuberancias que rompen, fracturan y deshacen, y que llevan la atención más allá del resultado, a la experiencia entera del “hacer”. Las texturas son un elemento clave en esta experiencia y en la relación que, a través de ella, es establecida con los cuerpos del pasado. No sólo son evidencia de la circulación de esa energía física –una energía sexual que se concentra exclusivamente en el placer– sino que permiten lo que Eve Sedgwick, al discutir el trabajo de Renu Bora a propósito de la textura en su introducción a Touching Feeling (2003), llama “una forma activa de crear una narrativa hipotética, de probar, y de entender de nuevo cómo las propiedades físicas actúan, y cómo son ellas mismas afectadas por acciones, a través del tiempo” (Sedgwick 2003, 13). Bora, señala Sedgwick, distingue entre dos tipos o sentidos de textura, a los cuales llama textura con una sola x y texxtura con dos x. Esta última está colmada con información sobre cómo llegó a ser sustantivamente, históricamente y materialmente. Es el tipo de textura que uno encontraría en una olla que aún tiene las cicatrices y el brillo desigual de su hacer (Sedgwick 2003, 14). El primero, por otra parte, “bloquea o se rehúsa a proveer dicha información”; es el tipo de textura pulida o brillante que significa la borradura voluntaria de su historia y, según propongo, es el tipo que suele encontrarse en las estatuas de bronce o mármol de héroes nacionales como Bolívar. Estas estatuas son representaciones de la historia; sus superficies están pulidas a la perfección para que puedan replicar con exactitud los rasgos de los héroes. Así, son obras terminadas, que prestan estabilidad y legibilidad a la historia, una historia que no va hacia adentro –hacia la materialidad y el hacer de la estatua misma– sino hacia afuera, hacia el ámbito de lo simbólico que está repleto de conceptos abstractos y poderosos como heroísmo, autoridad, libertad e independencia –conceptos que, como las superficies suaves de las estatuas mismas, no admiten protuberancias distractoras ni bordes afilados–.
A diferencia de estas estatuas, las esculturas de Castillo despliegan toda clase de texxturas. En El inombrable, las manos que acarician el rostro de Castillo y su cuerpo están cubiertas de protuberancias y grietas que, en conjunción con las distintas tonalidades de gris, hacen que la audiencia sea consciente de los diferentes pasos e instrumentos utilizados al elaborar la escultura, una escultura que, como ya fue mencionado, aún no está terminada, aún posee continuidad. En Demagogo, la diversidad de texturas se hace incluso más evidente dado que Castillo juega con la consistencia de la arcilla. Mientras la arcilla utilizada para animar la cabeza parece haberse solidificado, la arcilla en la nariz se encuentra en un precario estado de crudeza, enfatizado por el líquido que gotea de ella y por la mancha gris que deja en la palma de Castillo. Ver los videos, entonces, es similar a haber sido invitado a los bastidores de un show que nunca ocurre o al taller de un artesano que nunca exhibe la pieza terminada. Esto es, a espacios de despliegue, corte, pegamento, pintura y construcción; espacios llenos de materiales crudos, residuos y herramientas; espacios donde la pregunta nunca es “¿qué podría hacerme/pedirme?”, sino más bien “que puedo hacer yo con ello?”. Esta última pregunta es algo que, como argumenta Sedgwick, viene con la percepción de la textura:
El percibir texturas no implica únicamente preguntarse ¿cómo es? ni ¿cómo me afecta? La percepción textural siempre explora dos preguntas más: ¿cómo llegó a ser de esa forma? y ¿qué puedo hacer yo con ella? […] En una manera más inmediata que otros sistemas de percepción, el tacto, pareciera, destruye cualquier entendimiento dualista de agencia y pasividad; tocar es siempre extender el brazo, acariciar, sopesar, dar un golpe, rodear, y también ser consciente de otras personas y fuerzas naturales que hicieron todo esto antes que uno, aunque fuese solamente en el proceso de hacer el objeto (Sedgwick 2003, 13-14).
Percibir texturas significa, pues, ser arrastrado al interior del objeto o del cuerpo que está hecho de ellas, ser insertado en su historia –una historia que nada tiene que ver con eventos, sino con giros y vueltas de la materialidad formada para representarlos y evocarlos–, y hallarse en una suerte de diálogo táctil con aquellos que han dejado sus huellas en la superficie y que continuarán haciéndolo en el futuro. Considero que de este intercambio emerge un cambio en la relación con las figuras de muertos icónicos que han atormentado a la nación. En la medida en que las superficies pulidas de las estatuas y su calidad espectral es reemplazada por texturas ásperas, piezas incompletas, materia cruda pidiendo ser tocada, formada, e incluso destruida apasionadamente; en la medida en que el fantasma de Bolívar es arrestado por la historia material de las texturas y el continuo hacerse del objeto incompleto, la voluminosa carga del pasado se hace más ligera. En vez de preguntarnos “¿qué quiere el espectro (de Bolívar, de Chávez, del caudillo en general) de nosotros? ¿Qué le debemos?, podemos preguntarnos: ¿qué podemos (no debemos) hacer con su cuerpo y a su cuerpo? Y quizás ¿qué nos debe? Plantear estas preguntas significa desarrollar una relación más recíproca con el pasado, a través de la cual los muertos no escogen por nosotros ni se aprovechan siempre de nosotros. En cambio, nosotros nos aprovechamos de ellos, moldeándolos y rompiéndolos y abofeteándolos a gusto, sin vergüenza y sin compromiso; un proceso continuo de creación que, para citar a Robert Pogue Harrison, mantiene abierta “[una] contestación recíproca que no se limita solamente a negar sino que también libremente denuncia la voluntad de los ancestros—y no sólo de los ancestros sino también de aquéllos que, con devoción de santos, buscan lograr que el presente histórico se adapte a un pasado ‘superado’” (102). Con su cuerpo Castillo lleva a cabo esta “contestación recíproca”, traduciéndola en una resonancia corporal donde la agencia no está permitida por herencia o por la necesidad de responder a una orden, sino que existe en y es impulsada por el ámbito del placer indócil.
La agencia que Castillo pone en escena ante un pasado que deja de ser espectral y se vuelve, gracias a la energía del artista y el tacto de su cuerpo, maleable y impugnable, es un paso para desarrollar una relación más recíproca y constructiva con los muertos, una que no reproduzca las dinámicas de vigilancia y obediencia que median en el culto de los héroes. El trabajo del artista, sin embargo, lleva la necesidad de liberarse del embrujo del espectro un paso más allá, al poner a la audiencia en una posición donde debe luchar con la modalidad excesiva y visceral de la imagen, siendo forzados a ver, una y otra vez, una imagen que, propongo, no es sólo del artista y su relación sensual con sus esculturas de arcilla, sino también de ella y su relación sensual con un cuerpo muerto. Aunque las texturas de las esculturas señalan, como es argumentado, su historia material y la continuidad de su hacerse –y, en consecuencia, del hacerse del ídolo– también le proporcionan la apariencia y consistencia cruda, viscosa y precaria de un cadáver. Este es el caso particular de Demagogo y El innombrable, aunque la estética cadavérica no está ausente por completo de otras obras en la exhibición.
En ambos performances, las figuras de arcilla muestran una coloración gris y azul que hace recordar los colores ceniza de los cadáveres, y la aspereza de sus superficies. Esto, junto con la movilidad involuntaria de los brazos y la nariz masturbada, trae a la mente la descomposición de la carne. La arcilla en las ventanas contribuye a crear esta atmósfera de intimidad con los muertos: al bloquear la entrada de luz natural y al endurecerse lentamente hasta que pedazos de ellas caigan al suelo, la arcilla parece encerrar a la audiencia en el interior de una cripta repleta de cuerpos en descomposición. En vez de dejar descansar estos cuerpos, Castillo entabla una relación sensual con ellos que reúne el placer que proviene de observar el erotismo de los movimientos que el cuerpo desnudo de Castillo lleva a cabo con la repulsión que surge de darse cuenta de que hay una figura similar a un cadáver al otro lado de la actuación erótica. La audiencia es puesta entonces en una posición en la que no sólo observa pasivamente a Castillo, sino que es interpelada por la combinación de placer y asco que invita a la vez a acercarse y a recular.
En “Absolutely Disgusting: Shock Sites, Extremity, and the Forbidden Fruit”, Paasonen conceptualiza el asco apoyado en el trabajo del historiador social William Ian Miller y en el fenómenologo Aurel Kolnai, quienes identifican estrechas conexiones entre el asco y “lo encarnado, biológico, sexual y material y asocia el afecto conectado al asco con ciertas propiedades materiales y texturas.” (Paasonen 2011, 211). Ambos entienden el asco como orientado hacia lo excesivamente carnal –cosas tales como carne en descomposición y abundancia sexual, por ejemplo–, y como algo que precisa que uno se distancie del objeto que le produce asco. Además, apuntan, “el asco es inmediato y sensorial: es experimentado al oler, tocar, o ver su causa en aquello que es rancio, sucio, pegajoso, demasiado suave, o purulento.” (Paasonen 2011, 211). Según Georges Bataille, también citado por Paasonen, los cuerpos muertos, el excremento y los actos sexuales considerados obscenos son todos experimentados como repugnantes. En el caso de los cadáveres, su carácter asqueroso tiene que ver con el hecho de que representan la nada y la descomposición. Este modo de entender lo que hace repugnante a un objeto resuena con el tipo de objeto que aborda Castillo. Las esculturas en El innombrable y Demagogo, como ya fue mencionado, están bastante lejos de las estatuas suaves y brillantes que decoran los espacios públicos. Y, en cambio, están cayéndose a pedazos o casi: sus rasgos están distorsionados, su consistencia es poco atractiva a la vista y, en el caso de Demagogue, excesivamente suave, haciendo brotar algo que mancha la mano de Castillo. Estas características hacen retroceder a quien observa; aún así, como indica Sara Ahmed en The Cultural Politics of Emotion (2014), antes de retroceder, el cuerpo primero tiene que acercarse, pues, sólo a través de tal proximidad sensual, el objeto es experimentado como repugnante en primer lugar:
El asco lleva al cuerpo a estar peligrosamente cerca de un objeto para luego apartarlo del objeto una vez que dicha proximidad es registrada como una forma de ofensa. […] Por ello la proximidad del “objeto asqueroso” puede percibirse como un ataque al espacio corporal, como si la invasión del objeto a ese espacio fuera una consecuencia de aquello que lo hace asqueroso. Al retroceder, los cuerpos que sienten asco también sienten rabia, una rabia que nace del hecho de que el objeto se ha acercado lo suficiente para dar náuseas y ser internalizado (Ahmed 2014, 86).
Este doble movimiento, acercarse y retroceder, se encuentra en el centro de la relación de la audiencia con los performances de Castillo: su condición de obras de arte acerca a la audiencia, para observar mejor, para apreciar la obra; mientras las texturas repugnantes los hacen retroceder. La atracción de la figura familiar del caudillo vuelve a acercarlos, mientras que la similitud con un cadáver los hacen retroceder de nuevo. La sensualidad los excita y los atrae, y la sensualidad con los muertos hace que se alejen. La rabia que menciona Ahmed también está presente, particularmente al pensar los dos performances mencionados junto a El beso emancipador –obra de la muestra “Acción y culto”, en la cual Castillo lamió la estatua dorada de Bolívar, y la cual enfureció al anfitrión de Cayendo y Corriendo–. En el caso de esta obra, la ira del anfitrión, y la de muchos simpatizantes del gobierno, tuvo que ver con la propia Castillo, con lo que ella se atrevía a hacerle a Bolívar, con lo que para ellos era la proximidad repulsiva entre su cuerpo indigno y la gloriosa figura del Libertador. Aquí, en cambio, es el caudillo quien es repugnante, su cuerpo en descomposición mancha la superficie de la suave piel de Castillo, la materialidad de su pasado contamina el espacio del presente de Castillo y de la audiencia: así se frota inapropiada y asquerosamente la muerte con la vida.
Alejarse de, ser asqueado por, tomar distancia del Padre de la Patria: todas estas acciones, prohibidas y por ende subversivas en el contexto del culto venezolano a Bolívar y a los Bolivaroides, son posibles gracias a la excesiva cercanía de Castillo a la escultura- cadáver. Estas esculturas cadáveres, como la presencia espectral de Bolívar, son restos: lo que es dejado atrás, el pasado que queda anclado en el presente, la evidencia de un continuo acto de desaparición. Sin embargo, mientras el espectro opera en el ámbito de la imaginación, de lo etéreo y de la naturaleza higiénica y autoritaria de las órdenes y las oraciones, las esculturas de Castillo permiten que el pasado adquiera el peso material de su propia naturaleza como pasado, es decir, de las texturas y el deterioro de la historia de la que forma parte. Estas invitan al desarrollo de una nueva sensibilidad histórica en la que las figuras del pasado no aparecen y reaparecen simplemente, sino que son hechas. Castillo proporciona a la audiencia acceso al hacerse del héroe, a la crudeza del cuerpo antes de que sea capturado por la épica, antes de que se seque en forma de ídolo. Este acceso privilegiado a la zona tras bastidores de la historia representa un cambio en la dimensión sensorial de la relación que establecemos con el pasado. La continuidad de las esculturas, y la crudeza correspondiente de la arcilla con la cual están hechas, enmudece y ciega al pasado, para que lo que quede sea una percepción de textura que permita preguntar: ¿qué podemos hacerle al pasado? A pesar de lo simple que esta pregunta pueda ser, representa un cambio en las relaciones de poder que, de otro modo, solo permitirían que el embrujo espectral permaneciera como mecanismo para cimentar y legitimar la autoridad política.
Este llamado a reconocer y a aceptar el poder transformador de esta agencia sobre la crudeza del pasado es acompañada por una estética cadavérica que invita a retroceder ante este; chorreante, ceniciento, inquietantemente suave, el cuerpo del Padre de la Patria detona repugnancia al evocar la materialidad de un cadáver. Un cadáver que, gracias a los movimientos atrevidos de Castillo, se acerca demasiado, se hace demasiado íntimo. Tomadas en conjunto, estas dos acciones, acercarse para hacerle algo al pasado y alejarse reaccionando ante su carácter repulsivo, inyectan dinamismo en la relación con los ya no tan gloriosos muertos. Esto recuerda el argumento central de Pogue Harrison con respecto a la relación con los muertos, relación que debe ser “franca y continua”. La franqueza de esta relación depende, propongo, de nuestra capacidad para reconocer su complejidad; los muertos nunca aparecen simplemente, no pueden ser simplemente invocados, no pueden ser simplemente emulados o resucitados. Como muestra la obra de Castillo, los muertos son crudos y poseen textura, son sucios y asquerosos, y es precisamente esta materialidad compleja la que nos permite hacerlos nuestros, con el sentido de este “hacerlos nuestros” abierto a interpretación y, lo que es más importante, al cambio.
Obras citadas
Ahmed, Sara. 2014. The Cultural Politics of Emotion. Edinburgh: Edinburgh University Press.
Carrera Damas, Germán. 1969. El Culto a Bolívar: Esbozo para un Estudio de la historia de las ideas en Venezuela. Caracas: Universidad Central de Venezuela.
Classen, Constance. 2005. “The Witch’s Senses: Sensory Ideologies and Transgressive Femininities from the Renaissance to Modernity.” En David Howes, ed. Empire of the Senses, 70-84. Oxford: Berg.
Merriam-Webster. “Texture.” Consultado el 18 de mayo de 2019. https://www.merriam-webster.com/dictionary/texture.
Paasonen, Susanna. 2011. Carnal Resonance. Cambridge: The MIT Press.
Pino Iturrieta, Elías. 2006. El divino Bolívar. Caracas: Editorial Alfa.
Pogue Harrison, Robert. 2005. The Dominion of the Dead. Chicago: University of Chicago Press.
Online Etymology Dictionary. “Respect”. Consultado el 18 de mayo de 2019. https://www.etymonline.com/word/respect.
Sedgwick, Eve Kosofsky. 2003. Touching Feeling. Durham: Duke University Press.
Smith, Mark. 2008. Sensing the Past. Berkeley: University of California Press.
Straka, Tomás. 2013. “Lamiendo al Libertador.” Acción y Culto. Caracas: Centro Cultural Chacao.
Torres, Ana Teresa. 2010. La herencia de la tribu. Caracas: Editorial Alfa.
Verdery, Katherine. 1999. The Political Lives of Dead Bodies. New York: Columbia University Press.