Deborah Castillo: Iconoclasia política y otras formas de desobediencia civil

Dario Gamboni discute, en su libro The Destruction of Art, cómo, a pesar de la creencia general en que los monumentos tienen menor peso en la consciencia social de las sociedades modernas, la iconoclasia continúa siendo una práctica frecuente y transformadora. A pesar de que la mayoría de los actos de iconoclasia política implican la destrucción de monumentos públicos, esta investigación trata sobre el acto de monumentalización. Más específicamente, este ensayo estudia el modo en que Deborah Castillo se aproxima a la glorificación de Simón Bolívar en el Movimiento Bolivariano de Hugo Chávez. 

Sísifo (2013). Video cortesía de Deborah Castillo.

La deformación y quizás incluso la difamación que hace Castillo de “El Libertador” pone en cuestión la consagración de su imagen. Una imagen que, al significar tanto el pasado como el futuro de la nación, se sitúa como una metonimia de la República de Venezuela.  La apropiación de Castillo de la imagen de Bolívar, sin embargo, no es una crítica del Movimiento Bolivariano. Antes bien, examina la instrumentalización de este símbolo en la consecución de fines ideológicos específicos. En este sentido, Castillo indaga en las representaciones ubicuas de Bolívar, en lo que puede ser considerado “repertorios de Estado”, los cuales se refieren a los rituales performativos y a los discursos políticos que cimientan tanto las ideologías nacionales como el amor por la patria. La reflexión de la artista sobre el estado actual de la nación es, pues, una importante revisión de la historia de Venezuela y de la evidente ruina de los valores que han nutrido la construcción de esta como república. Más específicamente, el uso que hace la artista de la figura de Bolívar, en obras como Sísifo (2013), El beso emancipador (2013), Slapping Power (2015) y Detritus (2015), resalta el fetichismo que rodea a los héroes nacionales, específicamente a los líderes militares emblemáticos del patriarcado del Estado. En estas obras, la artista confronta violentamente el busto del héroe para impugnar su masculinidad y sus múltiples significados ideológicos. De este modo, y como si confrontara la historia misma, la artista procura modificar el pasado al cuestionar la iconicidad de Bolívar como padre de la nación y como símbolo de unidad y orden social. 

Slapping Power (2015). Foto: Violette Bule.

A pesar de que la iconoclasia es uno de los temas más estudiados en la historia del arte, dado el modo en que revela el poder de las imágenes para encarnar lo que es considerado sagrado y trascendental, se ha prestado poca atención al acto de destrucción. De hecho, propongo que los ataques de Castillo hacia la imagen de Bolívar son poderosos y socialmente transgresores porque sus obras subrayan la performatividad de la ruina. La iconoclasia, sin embargo, no es aquí entendida como simplemente la destrucción física del monumento, sino que implica formas premeditadas de mutilación, desfiguración, y escarnio, las cuales son estratégicamente calculadas para desarticular las cualidades que le dan a esta figura una particular legitimidad en todas sus representaciones. Podríamos incluso argumentar, siguiendo el pensamiento de conservadores religiosos y comentadores culturales, que al combinar actos de destrucción con expresiones de veneración de imágenes, los gestos iconoclásticos de la artista se basan en la banalización de su figura a través del maltrato de su representación. Además, la trivialización excesiva de la imagen del Libertador en las intervenciones performativas de la artista no sólo refuerzan sus actos de iconoclasia, sino que los transforma en actos de desafío frente al Estado. Propongo que, al abordar del busto de El Libertador, los actos de iconoclasia de Castillo son representaciones de su derecho a la desobediencia civil, pues al intentar deconstruir el mito de Simón Bolívar, estos impugnan su legitimidad y, a la postre, vacían al héroe de su poder ideológico.

Precedentes: el Estado y sus iconografías

Tanto la crisis económica como la crisis social que se desató en los años ochenta en Venezuela y sus implicaciones políticas, tuvieron un efecto determinante en lo que hasta entonces había sido el floreciente y acaudalado medio artístico venezolano. Por un lado, la crisis financiera amenazó la institucionalización de las artes, su patrocinio y su rol en la sociedad venezolana, que había sido sustentado por la prosperidad petrolera de las décadas anteriores (Palenzuela 2014, 22). Por otro lado, estas fracturas produjeron sentimientos antinacionalistas que impactaron las preocupaciones y los vocabularios artísticos que voceaban su desprecio ante la corrupción, la violencia y la incertidumbre general que producía el liberalismo económico. Al condenar el rol del Estado en la implementación de dramáticas reformas neoliberales, los artistas articulaban una mirada crítica sobre lo que el teórico del arte Juan Acha llamó la “iconografía nacional”, para referirse a los símbolos, emblemas y figuras políticas que contribuyeron a promover una idea de lo que significa ser venezolano (Palenzuela 2014, 40). Obras como Proyecto de una bandera en piedra para una litografía (1990) de la artista Margot Römer, por ejemplo, investigan con escepticismo la composición de símbolos nacionales como la bandera del país, a través de una serie de notas sobre su composición cromática (Palenzuela 2014, 26). Caracas sangrante (1989), de Nelson Garrido, es una representación de los violentos disturbios sociales y la masacre que han sido llamados el “Caracazo”. Otras importantes intervenciones conceptualistas y performativas fueron Retrato de Salvador Martínez como patriota (1988), de Luis Brito, y la icónica serie de intervenciones urbanas realizada por Juan Loyola, titulada Chatarra (1982). Para las obras que conforman Chatarra, Loyola pintó vehículos desechados con la bandera venezolana, acción que lo llevó a prisión bajo el cargo de haber “vilipendiado la bandera nacional”. Esta respuesta excesiva del Estado da cuenta del importante valor simbólico que tienen las iconografías nacionales a la hora de mantener rituales de veneración que inscriben, en repetidas ocasiones, el valor político de la nación (Palenzuela 2014, 26) . Estas obras proveen precedentes para entender cómo las crisis económicas y políticas, durante las décadas de 1980 y 1990, llevaron a los artistas a cuestionar, llegado el nuevo siglo, la construcción de la identidad venezolana ante los valores nacionales cambiantes

En 2003, Castillo recibió el prestigioso premio del XI Salón Eugenio Mendoza por su obra Colección Privada: Fantasías I (2002). Esta resulta ejemplar de la línea de investigación que alimentó su carrera temprana. Interesada en explorar la política del deseo a través de visiones estereotípicas de la mujer latina, las primeras obras de la artista inquirieron sobre el consumo de pornografía, así como sobre la sexualidad y la identidad femenina. Como artista multidisciplinaria, Castillo trabaja con una variedad de medios, a través de los cuales investiga las estructuras de poder, para así subrayar la construcción del deseo sexual y del orden patriarcal. Si bien el interés de Castillo por estos temas no ha declinado, su dirección artística se ha transformado en respuesta a la turbulencia política y la inquietud social que se hicieron permanentes durante el gobierno de Hugo Chávez. Aunque va más allá del alcance de este artículo discutir las condiciones políticas e históricas que llevaron a la elección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, y con ello también al ideario y las prácticas políticas de su Movimiento Bolivariano, vale la pena mencionar que, si bien las políticas neoliberales acentuaron fracturas sociales preexistentes, la agenda socialista de Chávez produjo una polarización radical en la población (Chumaceiro Arreaza 2003, 24-27). El faccionalismo popular reformulado siguió generando en los artistas un examen crítico de la nación como principio ideológico y articulador de la unidad social. De hecho, fueron las medidas de control y la progresiva militarización del país, durante el tercer período presidencial de Chávez (2007-2013), las que animaron las expresiones performáticas de desobediencia civil de Castillo.

Es casi imposible comprender el trabajo de Castillo sin entender completamente el significado histórico del culto a Simón Bolívar, especialmente tras la apropiación que hizo de éste el Movimiento Bolivariano. Siguiendo al historiador Germán Carrera Damas, podríamos decir que el culto a Bolívar era pertinente para la Revolución Bolivariana en la medida en que la figura había representado históricamente “[un] factor de unidad nacional, como reivindicación del principio del orden; en factor de gobierno, como manadero de inspiración política; y en factor de superación nacional, como religión de la perfección moral y cívica del pueblo.” (Carrera Damas 1969, 43). Con una reputación legendaria, Bolívar llegó a ser venerado como un mesías, escogido directamente por Dios para ser el Libertador de Sudamérica y el padre de un pueblo libre. Una prueba de la religiosidad con la que Bolívar ha sido investido en Venezuela es la declaración hecha por el presidente venezolano Antonio Guzmán Blanco, quien afirmó:

Bolívar, como Jesús, no es un héroe de épicas fantásticas. Bolívar es el libertador del continente, el creador de las repúblicas americanas, el padre de los ciudadanos. Él nació para esto; para esto, Dios le regaló talentos como el coraje, la audacia, y la perseverancia que son incomparables aquí en la tierra, y también en el pasado, presente, y futuro (Munoz Burgos 2010, 44).

Considerando cómo el Libertador ha sido fusionado con lo divino, las intervenciones iconoclastas de Castillo contribuyen a revelar las complejidades de este ícono, al minar la legitimidad de su imagen, sin dejar de exponer simultáneamente la sobremonumentalización de su culto.

Muchos de los biógrafos de Bolívar han notado la creencia generalizada de que el Libertador había sido “predestinado por Dios” para llevar a cabo la liberación de Sudamérica. Sin embargo, Carlos Abreu Mendoza relata cómo este sentido de mesianismo era algo que Bolívar mismo elaboró en vida. A pesar de que los estudiosos han debatido la autoría del texto autobiográfico Mi delirio en el Chimborazo, el texto es prueba del paralelismo retórico que Bolívar trazaba entre relatos bíblicos y su propio progreso hacia la gloria (Abreu Mendoza 2017, 292). Al examinar la descripción épica de su ascenso al volcán Chimborazo, en Ecuador, Abreu Mendoza delinea la relación del texto con la creación del culto póstumo a Bolívar. En el artículo, Mendoza declara que:

tanto el “Juramento al Monte Sacro” como “Mi delirio” son textos mesiánicos que se encuentran enraizados en una tradición bíblica de montañas entendidas como símbolos y sitios de iluminación divina. En el Viejo y Nuevo Testamento, Dios se presentó a Sus Elegidos en montañas para entregarles mensajes de verdad, claridad, y para hacerlos parte de Su misión divina en el mundo (Abreu Mendoza 2017, 296-297).

Mientras que la veneración de Bolívar como el “elegido” da cuenta de sus grandes hazañas en el pasado, el evidente mesianismo de su discurso también presupone un proyecto utópico a ser realizado en el futuro, un dispositivo retórico que, una vez más, coloca al héroe simultáneamente en el pasado y en el futuro. 

Las alusiones al tiempo que están engastadas en estas caracterizaciones de mesianismo son particularmente pertinentes a la hora de estudiar la imagen de Bolívar a través del Movimiento Bolivariano y el tratamiento que le da Castillo a la figura. En ambos casos, pero sobre todo en el trabajo de Castillo, el mesianismo delinea cómo el culto no sólo consiste en una mirada romántica del pasado, sino también cómo, y con mayor importancia, una representación histórica particular del pasado permite la construcción de un tipo particular de futuro.

En el video performance a dos canales titulado Sísifo (2013), Castillo produce una réplica de yeso de un busto decimonónico de Bolívar, que hoy en día se encuentra en el Palacio Presidencial en Caracas. Más específicamente, esta obra plantea como problema principal la construcción de la historia a través del tiempo –las idas y venidas, los movimientos progresivos y regresivos del tiempo histórico–. En el primer video, la artista arranca trozos de yeso a medida que talla el rostro de Bolívar. Mientras cincela rápidamente la nariz, los ojos y las mejillas, el busto rápidamente pierde sus facciones, haciendo que la imagen del Libertador sea imposible de reconocer. Adicionalmente, este video es transmitido en cámara rápida, de modo que el espectador ve la remoción de los trozos a paso acelerado –un efecto temporal reforzado por el sonido contundente del cincel al arrancar pedazos de yeso–. El segundo video, transmitido simultáneamente, muestra la misma acción, pero en reversa. A medida que va al revés, el video muestra cómo el rostro de Bolívar es rápidamente reconstruido. Juntas, las dos representaciones muestran un rehacerse cíclico que es y ha sido propio de la mitificación misma del héroe –el hacerse y deshacerse de su imagen– .

Dado que Bolívar ha marcado hasta ahora el paso del tiempo en la historicidad venezolana, la invocación de su imagen es un modo de pensar el desarrollo histórico de la nación hasta el presente. Esta transposición del tiempo también está incorporada en la performatividad de la destrucción llevada a cabo por Castillo, al enfrentarse sus intervenciones con la encarnación misma de la historia, donde sus actos de iconoclasia ponen en cuestión la temporalidad lineal, la temporalidad revolucionaria y, en última instancia, el tiempo del ahora. Este movimiento que avanza y retrocede también recuerda el mito griego de Sísifo quien, luego de desobedecer a los dioses, recibió el castigo divino de llevar una roca hasta la cima de una montaña. Al llegar a la cima, la roca caía, obligando así a Sísifo a empezar de nuevo eternamente. El movimiento cíclico que muestra el video y la evocación del relato de Sísifo, a través del título de la obra, constituyen un recordatorio de carácter repetitivo de la historia –donde, a través del tiempo, sociedades se alzan y decaen, erigiendo estructuras de poder hechas de capas de sedimento arqueológico, que a la postre evidencian la acumulación continua de victorias y derrotas–. La repetitividad, sin embargo, es acentuada con el uso de la figura de Simón Bolívar quien, siendo una figura emblemática del inicio del tiempo –el nacimiento de la nación– también es ubicado en su final. Esto es, el bolivarianismo de Chávez aparece como la supuesta culminación utópica de este movimiento liberador decimonónico. Al construir y destruir continuamente el rostro de Bolívar, Castillo señala cómo la imagen de este héroe nacional no es más que un constructo social que ha sido creado, destruido y reconstruido a voluntad, dependiendo de múltiples y contradictorios intereses (Abreu Mendoza 2017, 292). 

El modo en que los íconos políticos son destruidos varía de cultura en cultura; no obstante, el rostro es el rasgo que sufre los ataques más duros, pues connota la fuerza, poder e inteligencia de un individuo. Un caso comparable a la deformación explícita que se lleva a cabo en el Sísifo de Castillo es el de la cabeza de cobre, tamaño natural, de un rey de Acadia perteneciente al segundo milenio antes de Cristo, la cual fue hallada en Nínive en la década de 1930. La evidente borradura, en el caso de la cabeza acadia, incluye ojos arrancados, orejas cortadas, nariz rota y barba lacerada (Kiilerich 2014, 58). La profanación del rostro del rey ilustra cómo, para los acadios, un ataque serio contra el poder y la dignidad de este gobernante involucraba la remoción simbólica de sus sentidos (Kiilerich 2014, 58). La destrucción de la barba también era importante, puesto que representaba la eliminación de la masculinidad de la figura (Kiilerich 2014, 58). En cambio, las mutilaciones del rostro de Simón Bolívar en Sísifo, si bien similares en su intento de cuestionar la fuerza y la masculinidad del héroe son, a diferencia del caso del rey acadio, un castigo ejercido sobre la figura. La desfiguración busca desestabilizar el significado del héroe al hacerlo irreconocible. Dado que Bolívar, como ha sido atestiguado por sus biógrafos, ha sido caracterizado como representativo de orden y la unidad, la desfiguración de su imagen refleja la realidad actual de desorden e inestabilidad en el país. En otras palabras, someter al héroe a la desfiguración es cuestionar la estabilidad de su representación y, por ende, su rol simbólico en la historia contemporánea de la nación.

Los actos de iconoclasia de Castillo, sin embargo, no son los únicos ni los primeros en transformar a Bolívar, pues las múltiples apropiaciones de su figura constituyen transgresiones similares contra la supuesta autenticidad de su imagen. Los estudiosos han caracterizado la “desfiguración” histórica del héroe como indicación de un vacío –esto es, la noción de que Simón Bolívar es, de hecho, un significante vacío (Chumaceiro Arreaza 2003, 32). “Como agente”, explica Ángela Marino:

Bolívar representa un conjuto particular de ideales en el ambiente social y político, afectando y creando el mundo en el que aparece. Como producto, Bolívar aparece en murales callejeros, en representaciones sobre el escenario, en películas, y en debates activos sobre el registro histórico en el momento contemporáneo. Para el ícono performativo de Bolívar, no hay un Bolívar; por el contrario, múltiples Bolívares son representados al mismo tiempo, cada uno proponiendo direcciones diferentes para la nación y el continente (Marino 2018, 138).

La ritualización espectacular que rodeó la exhumación del cuerpo de Bolívar de nuevo hace evidente cómo su desentierro fue en sí mismo un performance que simultáneamente profanó y sacralizó al héroe. Adicionalmente, el evento resultó en la develación de un retrato generado por computadora, el cual, a pesar de ser supuestamente su representación más “realista” hasta la fecha, se alejaba radicalmente de la imagen icónica del héroe. Esta transformación de la representación de Bolívar habla de las múltiples maneras en que el Movimiento Bolivariano continuamente creó y desmanteló, consagró y profanó a Simón Bolívar, tanto al hombre como al símbolo. Además, al apropiarse y manipular a voluntad la figura del héroe, el Movimiento Bolivariano hace posible el tratamiento que da Castillo a la figura, a la que explota usando el cuerpo femenino para socavar la reputación del héroe como patriarca de la nación. 

La performatividad de la ruina

Al reflexionar sobre la importancia del héroe nacional, en la consciencia popular, Castillo contempla cómo, en Venezuela, ha sido entronizada la reputación mitológica de Bolívar a lo largo de los años. En la obra performance titulada El beso emancipador (2013), Castillo usa de nuevo el busto de Bolívar, pero esta vez se trata de una estatua inmortalizada en oro. Con caricias cuidadosas y amorosas, la artista se acerca a la figura para besarla. Los suaves besos rápidamente se vuelven lamidas, a medida de que progresa hacia una expresión sensual de adoración obsesiva, para revelar así el fetichismo con el que es tratada la imagen del Libertador. La sensualidad entretejida en los gestos de adoración de Castillo no sólo es una manera de dar cuenta de la intensidad ideológica y emocional que implica la creación de un culto a un hombre, sino que también cuestiona las convenciones de masculinidad que están inscritas en el patriarcado del Estado. El historiador venezolano Tomás Straka, en una reflexión sobre El beso emancipador de Castillo, escribió sobre la relación de Bolívar con su primera esposa, María Teresa Rodríguez del Toro, y luego con Manuelita Sáenz, una rebelde de ideas similares y su amante. Según este, la adoración y la seducción están en juego en la construcción de la nación. Refiriéndose al hecho de que la hipermasculinización de Bolívar ha sido un elemento importante en la mitificación de su persona, Straka reconoce que la fantasía evocada al relatar estas relaciones románticas ha sido históricamente un modo de referirse a su virilidad. En este sentido, y contrario a expresiones convencionales de adoración, los besos y caricias suaves del video no son percibidos como representaciones literales de afecto, sino que revelan una burla desdeñosa dirigida a esa sensibilidad masculina.

La veneración absurda desplegada en El beso emancipador, además, se dirige a la idealización de este héroe nacional.. A través de la imitación, el performance socava tanto rituales populares de devoción, como repertorios estatales, al punto de volver absurda la sobremonumentalización de la figura. Las caricias amorosas y los besos de la artista, que supuestamente manifiestan idolatría por Bolívar, hacen evidente, sin embargo, una difamación llevada a cabo a través de exageraciones que trivializan la santificación del padre de la nación. Por ende, el acto de iconoclasia en El beso emancipador se hace evidente, no a través de alguna forma explícita de destrucción, sino por vía del escarnio. Siguiendo la articulación de la banalización de la iconografía nacional llevada a cabo por Alicia Ríos, también podríamos afirmar que estos gestos de amor o adoración burlesca constituyen una subversión de la idealización de Bolívar, en la medida en que humanizan a una figura endiosada (Abreu Mendoza 2017, 305). En última instancia, al tornar ridículos tanto al mito como al mitificador, el beso quiere “emancipar” al cuerpo político de la exaltación absurda y apasionada de un hombre y su imagen.

Con el recurrente interés de Castillo por interrogar “el deseo de poder y el poder por el deseo”, El beso emancipador también hace notar la relación que une pasión y poder. Mientras que los gestos sensuales con los que Castillo aborda la imagen del héroe asumen, en un registro, el deseo de una mujer que se siente atraída por el poder y la influencia de un hombre, en otro, traen a colación las ampliamente discutidas “pasiones” de Bolívar. Más allá de un asunto de amor picaresco, el tratamiento de la pasión en el performance de Castillo tiene que ver con el rol que tuvo esta en la construcción de un orden republicano. En su artículo “Masculine Virtues and Feminine Passions: Gender and Race in the Republicanism of Simón Bolívar”, Sarah Chambers escribe que:

para los republicanos, el amor al país, el patriotismo, fue la pasión más sublime y socialmente beneficiosa. […] El amor a la familia se sostenía en el amor propio y tenía que ser superado para poder sacrificarse por la patria; pero el patriotismo era una pasión generosa y no egoísta. Incluso la búsqueda de la gloria personal que llevaba a los ciudadanos a tomar las armas, decía Bolívar alinéandose con el republicanismo clásico, era una pasión loable que no debía ser confundida con una “ambición vulgar” basada en intereses egoístas (Chambers 2006, 27).

Al reconocer cómo las pasiones llamaban a la acción a los individuos –a la búsqueda de fines colectivos en nombre del amor patrio–, Bolívar, a diferencia de los liberales de su época, estaba a favor de la justa gratificación de la pasión (Chambers 2006, 27). En este sentido, y en lo que se refiere a la política contemporánea, uno podría decir que la glorificación de la pasión profesada por el Movimiento Bolivariano generó un patriotismo que llamó a la acción al país.

Sin embargo, el fetichismo con el que ha sido sobremonumentalizada la figura del Libertador se relaciona más específicamente con las pasiones descontroladas sobre las que el mismo Bolívar advirtió. De hecho, diferenciando entre tipos de pasión corruptoras y virtuosas, Bolívar identificó la codicia, la venganza y la envidia como fuentes de división social y faccionalismo (Chambers 2006, 27). La exhumación del cuerpo de Bolívar en 2010, llevada a cabo por Chávez, es prueba de la instrumentalización generalizada de la figura decimonónica con miras a exaltar la pasión en la sociedad venezolana contemporánea. Declarando que la “oligarquía colombiana”, de la época, había traicionado a Bolívar, el presidente ordenó la exhumación para verificar, por vía forense, las causas de la muerte del Libertador. A pesar de que el evento estaba apoyado por una serie de premisas infundadas, su puesta en acto, fabricada como un reclamo “justiciero”, movilizó la sensibilidad de la población, incitando hostilidad e incluso retaliación (López 2010). A propósito de este último punto, y a diferencia de otros análisis que han planteado que la imagen de Bolívar sirvió como símbolo de unificación, la estudiosa venezolana Irma Chumaceiro Arreaza sugiere, al examinar el discurso ideológico de Chávez, que el Libertador fue usado como estrategia retórica para polarizar a la población, siendo útil, por un lado, para deslegitimar a la oposición y, por el otro, para movilizar las pasión de la población hacia una confrontación violenta (Chumaceiro Arreaza 2003, 22-23). 

A diferencia de El beso emancipador, el video performance de Castillo, titulado Slapping Power (2015), expone explícitamente el reproche de la artista y su inconformidad con Simón Bolívar y lo que representa su imagen. A medida que la artista abofetea la arcilla húmeda que conforma el busto, esta destruye la encarnación de la nación, la figura paternal y las estructuras del poder establecido. Cada bofetada deforma la cara bellamente modelada del Libertador hasta que desaparece su figura icónica, y su cabeza irreconocible se inclina metafórica y materialmente. Quizás más que cualquier otra obra, Slapping Power demuestra mejor la performatividad de la destrucción. La confrontación violenta entre la artista y el héroe demuestra la resistencia de Castillo ante la sensibilidad ideológica que concentra la imagen de Bolívar. La idea misma de la bofetada materializa la imagen como encarnación, pues el gesto –una expresión convencional de indignación, llevada a cabo comúnmente por mujeres contra hombres que violan su sentido de dignidad– ilustra el interés de la artista por impugnar el poder del héroe. Como si lo hiciera en defensa propia, Castillo transforma eventualmente las bofetadas en una golpiza. Mirando directamente al busto, la artista asume el “slapping power”, es decir, el poder de abofetear, de modo que, golpe a golpe, desfigura al héroe. Además, el tempo del trabajo permite al espectador percibir en cámara lenta cómo las reverberaciones resonantes de la mano impactando la arcilla deforman lenta, pero decididamente, la imagen de Bolívar. El tempo demorado del video resalta, entonces, el acto de destrucción al hacer del espectador un testigo del proceso de profanación.

Detritus (2016). Instalación, Cornel University, NY. Foto: Deborah Castillo.

Finalmente, la obra de Deborah Castillo titulada Detritus (2015) es una instalación que representa la monumental caída de la nación. Estas ruinas, esparcidas en medio de la habitación, hacen referencia a los monumentos y estatuas típicamente erigidas en honor a los héroes del Estado. No obstante, aquí las piezas caídas no indican una gran civilización pasada, sino los trozos derruidos de las promesas no cumplidas de un Estado fallido. Ante la apropiación ilegítima de la figura de Bolívar por parte de Chávez y la consecuente polarización del pueblo venezolano, los escombros de Detritus se vuelven representativos de las ideologías, la deformación de los discursos políticos y con ello la ruptura natural del emblema de las utopías republicanas (Chumaceiro Arreaza 2003, 22). A este respecto, Germán Carrera Damas declara:

Dicho culto ha constituido, en propiedad de términos, una necesidad histórica, sin que por ello deba entenderse más de lo que el concepto de necesidad pueda expresar en el oden histórico. Su función ha sido la de disimular un fracaso y retardar un desengaño, y la ha cumplido satisfactoriamente hasta ahora (Carrera Damas 1969, 42).

En vez de condenar el fracaso específico del Movimiento Bolivariano, la visión de Bolívar como significante de una utopía fallida habla más generalmente de la derrota del concepto de nación, esto es, de la corrupción y degradación de los principios de un orden republicano. Estas ruinas son, pues, una visión apocalíptica de Venezuela, donde el monumento al héroe y su culto yacen hechos pedazos, evidencia de su influencia derruida y de su discurso fallido.

Para iluminar el modo sutil en que la iconoclasia funciona en Detritus, la destrucción de la estatua de bronce de Saddam Hussein en la Plaza Firdos Bagdad provee un paralelo apropiado. Sin querer trazar un paralelo entre Hussein y Bolívar, o entre Hussein y Chávez, el ejemplo resulta útil, más bien, para examinar cómo la iconoclasia política es, en sí misma, un acto de deslegitimación. La estatua de Hussein fue tumbada de su pedestal el 9 de abril de 2003, y fue abandonada rota, a un lado del camino, donde los peatones golpearon su rostro con zapatos, procurando humillar a la figura (Kiilerich 2014, 57). El monumento también fue destruido incluso antes de que se anunciara oficialmente que el dictador había sido derrocado y capturado –marcando simbólicamente el fin de su régimen, mientras la población deslegitimaba su posesión del poder a través de la destrucción de su imagen (Kiilerich 2014, 57). Así pues, la destrucción es actuada aquí como una expresión de incredulidad ante el poder y la influencia de una figura, con independencia de la posición real del líder. De un modo similar, Detritus pide el final de un culto que venera e idealiza a Bolívar como metonimia de la nación, la unidad nacional, el orden y el progreso cívico (Carrera Damas 1969, 43).

Conclusión

Deborah Castillo ha respondido al Movimiento Bolivariano de Hugo Chávez con una obra que reflexiona sobre la historia de Venezuela y sus promesas utópicas fallidas. Tomando al Libertador como punto de partida para centrar su crítica política, la artista ejerce su derecho a la desobediencia civil al tratar el busto de Bolívar en una serie de intervenciones iconoclastas que procuran destruir el símbolo detrás del héroe y cuestionar el rol que desempeñan líderes políticos y militares en el imaginario popular. Siguiendo el concepto de desobediencia civil de Henry David Thoreau, el cual estipula que es el deber del patriota impugnar el ejercicio de la fuerza y el abuso de poder por parte del Estado, argumento que los actos de destrucción de Castillo son, de hecho, una expresión de desobediencia civil. En ellos, al cuestionar la sobremonumentalización de Bolívar, la artista revela las maneras en que las iconografías nacionales son implementadas en la consecución de fines ideológicos particulares (Thoreau 1919, 78). Ideología, sin embargo, no es entendida aquí simplemente como un proyecto político, sino más bien como un marco social que anima comportamientos y creencias específicos que, por ejemplo, solidifican una idea singular de masculinidad, sostienen dinámicas de poder específicas, y redefinen continuamente el significado y la importancia de la ciudadanía. En este sentido, es a través de la encarnación de la destrucción que la iconoclasia de la artista se vuele una expresión marcada de desafío, pues su performatividad de la ruina no sólo desarticula la imagen y el mito del Libertador, sino también la actúa, usando el cuerpo femenino para confrontar y retar directamente al Estado y su patriarcado.

*Este trabajo es el resultado de la investigación que realicé para la muestra “Deborah Castillo: Political Iconoclasm and other forms of Civil Disobedience”, de la cual fui curadora y la cual tuvo lugar en Bibliowicz Gallery en Cornell University. Cabe notar que esta fue la primera muestra comprehensiva del trabajo de Castillo en los Estados Unidos.

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Endnotes

    Works Cited